La Sociedad

La chispa de luz de Ramón Ayala y el alma del litoral argentino

Compuso alrededor de 300 canciones, varias de ellas verdaderos clásicos de la música popular de todos los tiempos. Pero más que eso, definió con letra y música el espíritu y la identidad de una región.

 

(POR EL CRONISTA ESPECIALIZADO GABRIEL PLAZA) A los diez años, Ramón Ayala y su familia se fueron del pueblo de Garupá en Misiones. No hubo un día que el músico no volviera, una y otra vez, a esos años de infancia que definieron su obra. El poeta del litoral nació de la lejanía y el exilio involuntario que lo llevó a vivir con su madre y sus cuatro hermanos a Dock Sud. Donde antes su paisaje era monte, tierra colorada, río, selva, explosión de colores; luego fue fábricas, autos y calles de asfalto. A las impresiones de esos primeros años le siguió un tiempo de juventud, donde regresó a Misiones en búsqueda de esa identidad. El tiempo hizo el resto.

Ayala tradujo toda su experiencia de vida en una obra basal del cancionero popular argentina y la más significativa de la mesopotamia. En trescientas canciones, entre las que sobresalen “El cosechero”, “Mi pequeño amor”, “Posadeña linda”, “El Mensú”, “Alma de lapacho” y “Canto al río Uruguay”, está su legado, una visión canónica del universo litoraleño.

Ramón Ayala siempre trató de volver a Misiones en sus canciones para meterse monte adentro de esa espesura, ser latido de la tierra, ser espuma de río, ser lapacho, ser yaguareté, ser pájaro, y ser el paisaje.

“Al alejarte vos del monte tuyo, lo ves con síntesis, con lejanía, con añoranza; lo ves con el color de la vida”, decía en una entrevista a los 86 años, cuando ya era un tótem de la canción litoraleña que inspiró un documental de Marcos López.

Ramón Ayala sintió por su tierra natal lo mismo que sintió Horacio Quiroga. Al músico misionero le gustaba hacer esa comparación: “Él hizo toda su obra en Misiones. Si no hubiera existido Misiones, no sé si Quiroga hubiera sido todo lo grande que fue con el cuento. Ahí tenía toda la materia. Fue allá y cuando llegó a ese ‘país’, porque era un país distinto, se encontró con la esencia, la magnitud, la profundidad, los duendes y el misterio que tiene esa tierra. Yo, también, soy una consecuencia de esa tierra”.

Admirador de poetas como el cubano Nicolás Guillén, el peruano César Vallejo y el chileno Pablo Neruda, su estilo es heredero de esa generación. Pero también conformó un nuevo imaginario para la música del litoral, alineado al nacimiento de toda la corriente del Nuevo Cancionero de los años sesenta. Ayala formaba parte de ese movimiento junto a poetas como Hamlet Lima Quintana y Armando Tejada Gómez, que inauguraron otra forma de decir y expresar el paisaje, cuya voz emblemática fue Mercedes Sosa.

Cuando se piensa en la exuberancia de su voz, de su música, de su poesía, de su modo de hablar florido, que podía parecer hasta extravagante y barroco, hay que pensar en esa conexión con la geografía de un territorio selvático desmesurado y el poder simbólico de los mitos guaraníes que tiñeron su obra.

Ayala incorporó al cancionero popular un universo de personajes y criaturas que eran totalmente desconocidos para el resto del país, como El Mensú, la persona que trabaja en el campo, especialmente en los yerbales del nordeste argentino, o el Cachapecero, el hombre que lleva en sus carros los árboles que tiran los hacheros.

Su crónica social se deslizaba a través de un territorio de agua que explotaba de colores en grandes himnos como “El cosechero”, que habla del hombre que trabajaba en el algodón y se desplaza sobre el río para vender su producción. Una película de tres minutos que perfeccionó en sus versos: “Algodón, que se va, que se va, plata blanda, mojada de luna y sudor, un ranchito borracho de sueños y amor, quiero yo”.

La artista Cecilia Pahl, que se dedicó a reivindicar su obra a lo largo de tres discos fundamentales, dice. “Ramón Ayala está a la altura de Cuchi Leguizamón. Es un autor que siempre sorprende porque se detiene en los pequeños detalles, en lo cotidiano del hombre y la naturaleza. Cuenta como nadie sobre nuestro lugar, sobre la vida de los pobladores y sobre todo lo que gira alrededor de ese paisaje tropical fronterizo con Paraguay y Brasil. Su búsqueda fue encontrar la identidad de nuestra música”.

Ese legado de una identidad litoraleña, capaz de volverse canción universal, está en canciones como “Retrato de un pescador”, “Arriero de peces”, “El jangadero”, “Amanecer en Misiones”, que permiten redescubrir su grandeza autoral.

Fue custodio de una manera de ser y estar en el mundo. En una entrevista con el diario El País dijo: “A las compañías les importa un carajo, la identidad de nada. De manera que esto es una ola. El folclore estuvo antes de Elvis, y después de que murió. Así que lo que permite que esto se sostenga es la visión de cada uno de nosotros”.

Esa sinfonía de colores de su tierra, donde ensambló el guaraní con el modo criollo, la mirada social con el gesto asombrado de niño frente a los cuentos y leyendas guaraníes, definió su estilo en las letras. Musicalmente, creó una canción del litoral con otras cadencias, influidas por el chamamé, el rasguido doble, el chotis, la galopa y la guarania.

También inventó el gualambao, un ritmo en doce por ocho, que se puede escuchar en “Canto al Río Uruguay”, una fusión natural de esas comunicaciones naturales entre la cultura brasileña y paraguaya, que formaban parte de su herencia familiar: su madre era hija de paraguayos y su padre hijo de brasileños, de ahí su nombre verdadero Ramón Gumersindo Cidade.

“Posadeña linda” (quizás su canción más popular junto a “El cosechero”), es una historia de amor a la tierra que no nació a orillas del río Paraná, o quizás en su mente un poco sí: apareció durante una noche de insomnio en Barcelona.

“Era un canto a la tierra misionera, pero como la mujer es la forma más visible de la creación, la que da a luz, la vía por la que estamos nosotros aquí, entonces se me ocurrió representar a la tierra por medio de la mujer”. La canción es como un cuento y comienza así, con uno de los inicios más perfectos dentro de la música popular argentina: “Y me fui por la bajada vieja, donde un día conocí el amor”.

Con el paso del tiempo, la música de Ayala ocupó un lugar central en el mapa de la proyección folklórica: sus temas eran vanguardia poética en los sesenta y lo siguen siendo hasta hoy. Es un desarrollo poético que nadie pudo alcanzar, pero a la vez tiene melodías y versos populares que los canta todo el mundo en los festivales de todo el país.

Al autor anónimo le sobrevino una etapa de performer histriónico, un divo chamamecero, vestido de gaucho y sombrero de ala ancha, el pelo desacomodado y el bigote de un marrón rojizo eterno, capaz de pararse frente a miles de personas y mantenerlos en vilo con su vibrato.

Su figura fue reivindicada por artistas de otras disciplinas como Marcos López, pero también su legado inspiró. Sus canciones llegaron a Japón y Finlandia. Desde el comienzo del siglo XXI, cantoras y cantores de distintos géneros grabaron sus clásicos: Andrés Calamaro, Pablo Dacal, Pedro Aznar, Litto Nebbia, Tonolec, Soledad, Liliana Herrero, entre otros. La cantora Cecilia Pahl dedicó su trabajo Corochiré (2010) íntegramente a su obra. El disco conceptual más reciente es del trío rosarino Garupá (2022), perteneciente a una generación más joven, que traza otra visión de este repertorio.

Hace dos años Ramón Ayala celebró sus 94 años con la edición de un disco llamado Monte adentro, que recuperaba grabaciones de 1955. Este año se subió a las plataformas una reedición de su disco El gualambao de 1990. (Fuente: Infobae)

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